El muchacho de los helados – 2006

El ritmo de un habla

La colección «Poesía en obra», dirigida por el poeta Yaki Setton, publica libros todavía en desarrollo, es decir, libros que aún no han definido ni el orden ni la cantidad de los poemas, y que incluyen textos tentativos. Este criterio postula al libro como un objeto en proceso, atravesado por la vacilación y la incertidumbre o, para ser más gráficos, como un objeto semejante a una fotografía que congela el instante vertiginoso de un individuo escribiendo. Acaso la ver dadera naturaleza de la escritura es su carácter dinámico, sometida a perpetua modificación: aprehender esa materia fugaz en el momento de su ejecución es el curioso y original propósito de la colección a la que pertenece El muchacho de los helados y otros poemas (2006), de Osvaldo Bossi.

Sin embargo, nos permitimos leer este libro a contrapelo de esa perspectiva y pensar este conjunto de textos como un relato articulado, en el que se narran varios acontecimientos cruciales en la vida de un individuo: el descubrimiento de la sexualidad, la escritura y el amor. Los diversos episodios de la niñez y la adolescencia que aparecen representados revelan no sólo los avatares de un sujeto particular, sino también el territorio de sus aventuras. En ese sentido, el suburbio se convierte en el telón de fondo que la poesía transfigura en espacio legendario. La lengua de El muchacho de los helados y otros poemas está recorrida por dichos coloquiales y frases hechas. Los textos lejos de exhibir los estereotipos del lenguaje como un hallazgo arqueológico, extraen el ritmo de un habla particular tamizada por la experiencia de lo público. De allí la configuración de un discurso en el que los intercambios lingüísticos y los conatos de diálogo aparecen en distintas no con la fuerza de lo vital. De esta manera, este libro se distancia del anterior de Bossi, Fiel a una sombra (2001), en el que la referencia erudita y la cita culta actuaban como motor de la escritura. En un aspecto este nuevo libro posee el espíritu de los folletines, va que las diversas pausas, indicadas por discretas viñetas, solicitan una continuidad y un proyecto de resolución: «Todo hubiera seguido/ en esa calma chicha, si a lo lejos/ no se hubiera escuchado el silbato/ del heladero». La inserción de breves afirmaciones similares a axiomas que responden a su propia lógica dota de nueva significación al relato: «Diez veranos pueden convertirse/ en un solo verano eterno».

Los numerosos nombres mencionados en el libro (Raulito Lemos, doña Damasia, Matías, Mónica, el Rengo, Marisel, Ana) designan a los miembros de una cofradía barrial que parece celebrar su mitología y que, de alguna manera, reemplazan al conjunto de personajes célebres provenientes del ámbito de la literatura, citados en el poemario anterior (Hamlet, Laertes, Fortinbrás, Ofelia). Estos poemas postulan una teoría de la percepción al organizar el mundo bajo nuevos parámetros, donde las fronteras entre algunos individuos aparecen imprecisas. Justamente, el verso del poeta italiano Sandro Penna que funciona como epígrafe del libro («Tú morirás niño y yo también.») muestra una coexistencia pronominal que se resuelve en un plural que contiene una declaración de amor: prefiero que sea amor lo que nos damos,/ lo que nos dimos aquella noche, uno/ junto al otro, encima del otro». En esa disolución de límites se va entreviendo un universo propio que se aleja, imperceptiblemente, de una referencia real y donde las categorías del afuera v del adentro aparecen subvertidas: «No tenía otro remedio que estudiar/ la lección de historia/ y calcar un mapa que contuviera/ los ríos y las montañas del África./ Pero como no veía bien, inventé/ toda clase de nombres y de afluentes/ que imperceptiblemente me fueron alejando/ del África real». A pesar de ese secreto solipsista que es la historia de este sujeto en sus primeros años, la casa infantil, trémula, «tambaleante», es también una suerte de refugio frente a la intemperie del mundo, la tierra «intacta» que permite fundar una fábula personal y contar una historia. Precisamente, la escritura, como un dispositivo que permite narrar y que tiene su ori gen en la infancia, aparece mencionada en un episodio que describe un proyecto literario a través de la lejana voz del padre., en diálogo con el vendedor de helados: «Ese que ves ahí,/ tan inofensivo como pare- ce./ ahora mismo nos mira a los dos/ con una cámara fotográfica/ que guarda sombras,/ y un día, estoy seguro, con los helados/ hará un lindo poema (…)/ Y hasta quizás, quién te dice,/ se anime y lo titule: Oda/ al muchacho de los helados”.

La poesía de Osvaldo Bossi alcanzó un grado de despojo al haberse liberado del peso e cualquier prurito ilustrado y cita de autoridad. Cuando surgen voces ajenas, en forma de discursos orales y de citas textuales, se metabolizan en el propio discurso en un suerte de lirismo popular que, lejos de desentenderse del habla, la evoca en la singularidad de su dicción.

Carlos Battilana